La tesis es tan incómoda como reveladora: Internet no es solo un medio que nos ofrece contenido, sino una herramienta que modifica de forma severa nuestra estructura mental; nos vuelve dispersos, ávidos de información inmediata, de interacción constante, y aunque aumenta nuestra habilidad para la búsqueda de datos, también nos hace menos aptos para la lectura concentrada y la reflexión. Es esta, en pocas palabras, la premisa que Nicholas Carr se esfuerza por demostrar en las 340 páginas de su amenísimo libro Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?
No solo exhibe amenidad este ensayo. Es, en verdad, muy convincente. Es difícil, como usuario cautivo de Internet, no sentir algo de remordimiento al adentrarse en sus páginas. Primero el autor nos da cuenta de su propia relación con las computadoras, en cuyo uso fue pionero. Aunque siempre admiró las ventajas sobre el papel y la tinta que ostentaban esas máquinas portentosas, no tardó mucho en darse cuenta de que también le creaban una relación de dependencia: por ejemplo, se volvió incapaz de escribir o revisar nada en papel.
Cuando se estrenó la Web, la cosa empeoró: se involucró tanto en blogs, redes sociales, correos electrónicos y páginas de noticias que empezó a dificultársele prestar atención a un solo asunto durante más de dos minutos. Confiesa: “... mi cerebro, comprendí, no solo estaba disperso. Estaba hambriento. Exigía ser alimentado de la manera en que lo alimentaba la Red, y cuanto más comía, más hambre tenía. Incluso cuando estaba alejado de mi computadora, sentía ansias de mirar mi correo, hace clic en vínculos, googlear”. Adelantándose a un justo reparo del lector (¿cómo pudo, en medio de ese panorama casi apocalíptico, escribir Superficiales, el libro que leemos?), Carr explica que para trabajar su ensayo debió aislarse, privado de cualquier contacto con Internet. Confiesa no estar seguro de mantener su abstinencia luego de concluido el trabajo.
Después de este ilustrativo pasaje autobiográfico, Carr presenta una solvente revisión histórica, que se remonta a la Grecia antigua y llega a la actualidad, para mostrar de qué forma las tecnologías modifican nuestro sistema neuronal: la escritura rebasó las limitaciones de la transmisión oral del pensamiento y propició la conservación de información compleja; la invención de la imprenta, que rompió con el hábito de leer en voz alta para grupos numerosos, auspició la lectura profunda y concentrada, y un desciframiento del texto e interpretación de significado que implicaban una eficiencia de orden mental alta; Internet, en cambio, favoreció un actividad intelectual somera y dispersa.
No ignora Carr las grandes ventajas que el advenimiento de la Red ha traído. Menciona algunas: investigaciones que antes requerían largas estancias en bibliotecas y hemerotecas ahora pueden hacerse en cuestión de minutos; las compras, trámites, invitaciones, felicitaciones y reservaciones pueden perpetrarse sin salir de casa; una sola máquina es capaz de ser al mismo tiempo equipo de sonido, proyector de películas y fotografías, cuaderno y lápiz, punto de reunión entre colegas y amigos, y la más fabulosa base de datos jamás inventada. Pese a todo ello, el precio a pagar por estas comodidades le parece al ensayista demasiado alto.
La tesis de Carr puede parecer hiperbólica, pero no creo que sea falsa. A diferencia suya, soy optimista: sospecho que el uso del monstruo puede ser domado (la tarea es ardua; qué duda cabe), de modo que sus beneficios se disfruten sin culpas ni subordinaciones. ¿Cuántos de los autores que hoy en día escriben estupendas ficciones o logrados ensayos, por ejemplo, son también cibernautas entusiastas, sin que ello mengüe profundidad o perspicacia a sus obras? Por lo demás, en los últimos años he vivido en carne propia los efectos que Carr describe como propios del uso de Internet, por lo que creo que Superficiales propone una advertencia urgente, necesaria.
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