lunes, 12 de septiembre de 2011

Una sospecha atolondrada

Si la justicia literaria no se distrajera tan a menudo, Amparo Dávila tendría un lugar decoroso entre los altos cuentistas de nuestra lengua. Su poca resonancia fuera del ámbito mexicano e incluso dentro del país es tan infundado como merecidos, los elogios que de forma epistolar le dedicó Cortázar, el grande: “...desde mi punto de vista, usted escribe admirablemente bien”, le obsequia desde París el 29 de abril de 1961.

En 2009, cuando ya los relatos de Dávila estaban desaparecidos de la faz de las librerías mexicanas, el Fondo de Cultura Económica tuvo a bien rescatarlos en un solo volumen llamado Cuentos reunidos, que además de incluir las tres compilaciones publicadas por la autora (Tiempo destrozado, 1959; Música concreta, 1961; Árboles petrificados, 1977), agrega una obra inédita, fechada en 2008: Con los ojos abiertos. Este volumen, albricias, se reimprime y ha seguido vivito y coleando, asumo que captando adeptos, desde entonces.

La portada no puede ser más oportuna: una puerta de contornos difuminados y colores imprecisos cuya aldaba exhibe el rostro de un ser extraño: una estupenda metáfora de lo que significa entrar al mundo inquietante que propone el libro.

Las razones de mi entusiasmo por los cuentos de Dávila están cifradas sobre todo en sus dos primeros cuentarios. Ese par casi intachable bastaría para que el olvido fuera piadoso y esquivo con la autora. En un principio, las historias se ubican en un contexto reconocible, doméstico, abrumado de monotonía. De pronto, las miserias cotidianas son eclipsadas por hechos sobrenaturales que muy pocas veces, apenas un par, hallarán explicación en las mismas narraciones: encuentros entre dobles, quiebres del tiempo cronológico, metamorfosis, realidades paralelas; sobre todo, la aparición de presencias turbadoras, cuya naturaleza nunca es revelada. En dos ocasiones Dávila rehúye lo fantástico sin por ello renunciar a lo inquietante: para exhibirlo le basta con indagar en un par de mujeres de atormentado temperamento.

No suele incurrir en torpezas la autora en sus dos primeras entregas: propone a sus lectores enigmas que no les resolverá a cambio de imbuirles tensión y desasosiego que no se agotarán al acabar sus cuentos. No puede decirse lo mismo de sus dos últimos libros, en los que Dávila muestra mermadas sus capacidades de forma severa. Los misterios planteados se revelan de forma predecible en los cierres; las presencias ominosas exhiben de forma burda su real naturaleza; a falta de mejores armas, se consigna que algunos protagonistas fueron “presa del terror” en vez de convencernos de ello sin consignarlo; se incluye alguna crónica del todo insustancial; no se evaden las fantasías sin pies ni cabeza; se pretende asustarnos con un recurso tan basto como que un muerto le diga a una viva: “Alinaaaaaa veeeen ayúdameeeee”. Pese a ello, un puñado de cuentos de estas dos últimas obras se salva, nos retrotrae a la primera Amparo Dávila: “La rueda”, “El último verano” y “El pabellón del descanso”, sobre todo.

Los mejores cuentos de esta compilación nos redimen del hastío de manera doble: por un lado, el leerlos significa la salida temporal de nuestro mundo natural, a veces gris y pedestre, y el ingreso a un ámbito plagado de portentos casi nunca benignos, más bien amenazantes; por otro, admiten la atolondrada sospecha de que fuera de la página quizá también se agazapen, dispuestos a dar el salto en cualquier momento, nuestros más locos pavores. Bastaría esa sugestión para aconsejar su lectura.

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