miércoles, 3 de agosto de 2011

Borges o el permanente agrado de lo narrativo


El gran acontecimiento editorial de 2011 vino de la mano de Random House Mondadori. A 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges, el grupo editorial, bajo el sello Lumen, reunió por primera vez sus cuentos completos en un solo tomo. (No se incluyen las narraciones breves o poemas en prosa de El hacedor, Elogio de la sombra y El oro de los tigres). Seis libros de relatos publicó Borges; dos le habrían bastado para alcanzar un sitio señero entre los grandes cuentistas de la historia: Ficciones (1944) y El Aleph (1949), en los que figuran “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Las ruinas circulares”, “Funes el memorioso”, “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La Biblioteca de Babel”, “El sur”, “El Zahir” y “El Aleph”, algunas de sus historias más influyentes y memorables.

Conviene aclarar tres malentendidos en torno a las ficciones de Borges. En diversas ocasiones han sido calificadas de cerebrales y frías, adjetivos bastante inexactos para el caso: si bien en estos relatos las referencias al amor y al sexo son pocas, no por ello carecen de pasión: la obsesión, la violencia y el deslumbramiento ante insólitas revelaciones son algunas de sus materias primas. ¿Y no es “El Aleph”, en última instancia, una intensa historia de amor?






Otro adjetivo que se le achaca a estos cuentos es el de inaccesibles, que no les hace justicia. Es verdad que en ellos las referencias librescas abundan y que en ocasiones la revelación final de un cuento resulta una mención literaria que desafía la esfericidad del relato, pues hace depender su interpretación de una referencia externa (“Era Martín Fierro”); aun así, pocas veces la erudición del autor es un óbice para el disfrute de lectores muy diversos, avezados o no en literatura.






Europeizantes es otro mote que los persigue. Tendrían todo el derecho de serlo, por lo demás: la cultura es patrimonio de los humanos, sin importar el lugar del que provengan. Pero Borges no abreva solo de la cultura europea, sino de tradiciones y países distintos: lo mismo aparecen en su prosa compadritos de los suburbios de Buenos Aires que el minotauro, Homero, porteños ilustrados, Judas, un nazi, una pirata china, una emigrante inglesa o Las mil y una noches.






De Historia universal de la infamia (1935), su primer volumen de relatos, dice Borges en un prólogo publicado en 1954 que los textos que lo componen “son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (…) ajenas historias”. Aparecidas primero en un suplemento sabatino, estas narraciones parecen el entrenamiento de un autor que dominaría su arte y encontraría su voz muy pronto. Todas, excepto una, resumen en unas pocas páginas las vidas de criminales reales, algunos de ellos famosos, como Billy the Kid. Todas van del nacimiento a la muerte del protagonista y están presentadas en segmentos subtitulados, al modo periodístico. Si bien no convocan el asombro y palidecen ante cuentos posteriores, en estas historias ya se vislumbra el estilo borgesiano. Un recurso del que suelen echar mano es la hipálage: “...laboriosos infiernos de las minas de oro”. Se hace gala en ellos de una prosa elegante, sinuosa y contundente. En vez de decir solo que a un hombre lo mataron y lo echaron al río, se dispara esto: “... lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día, de la infamia, del universo, de la esperanza, del sudor y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibían la última información”.






El libro incluye también la primera ficción publicada de Borges: el cuento “Hombre de la esquina rosada”, que explora un ámbito que parecía ejercer una extraña fascinación-repulsión en el autor y que siguió abordando en sus narraciones: el de los compadritos, seres marginales de los suburbios que hacen gala de barbarie y violencia, y que no temen arriesgar su vida por un pleito de cantina. Ya en este cuento está la intención de sorprender al lector con un final que da una vuelta de tuerca y obliga a la relectura. Historia universal de la infamia ofrece, por último, una selección de historias breves y fantásticas que el autor atribuye a fuentes como Las mil y una noches y los Cuentos del conde Lucanor.






Las dos siguientes colecciones de relatos están, como queda dicho, en el centro de la obra de Borges. Ficciones y El Aleph son sus trabajos más famosos, celebrados y antologados, y los que él mismo consideraba los más importantes entre los suyos (léase su Autobiografía). Ambos fueron un estímulo importante para que escritores latinoamericanos posteriores aspiraran a escribir gran literatura, que trascendiera la simple denuncia y las preocupaciones locales. Dice Vargas Llosa al respecto en su ensayo "Las ficciones de Borges": “Para el escritor latinoamericano, Borges significó la ruptura de un cierto complejo de inferioridad que, de manera inconsciente, por supuesto, lo inhibía de abordar ciertos asuntos y lo encarcelaba dentro de un horizonte provinciano. Antes de él, parecía temerario o iluso, para uno de nosotros, pasearse por la cultura universal como podía hacerlo un europeo o un norteamericano”.






Más allá de la enorme influencia de estos dos libros (algunos de sus relatos son utilizados por científicos para ilustrar sus teorías, por ejemplo) está su vigencia, el asombro que aún son capaces de convocar en lectores actuales. Pese a su condición de gran lector, Borges no desea ostentar ante quien lee su erudición de manera fortuita, incluso en aquellos casos en que la revelación depende de una referencia externa. Con sus adjetivos inusitados, su cuidada prosa, sus diálogos librescos, lo que a Borges le interesaba en primer término era contar historias seductoras, como confiesa en el prólogo de un libro de cuentos posterior, El informe de Brodie: “Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren conmover o distraer y no persuadir”. En su libro póstumo Borges (2006), Adolfo Bioy Casares recuerda la importancia que daba su entrañable amigo a la anécdota en la ficción. Dice el Borges de Bioy: “¡Qué manía la del arte moderno contra la anécdota! (…) No ven que atacan a lo narrativo, que es uno de los permanentes agrados de los hombres. ¿Qué tiene de malo? Toda la literatura es anécdota. ¿A quién no le agradan las anécdotas?”.






En Ficciones y El Aleph encontramos anécdotas como estas: una biblioteca infinita, semejante al universo; una extensa enciclopedia de una civilización imaginaria que termina por sustituir a las existentes; un hombre que carga como una condena el recordarlo todo; un objeto de pocos centímetros desde el cual se pueden contemplar simultáneamente todos los puntos del universo; seres que en vez de elegir entre dos caminos, optan por transitar ambos al mismo tiempo; un cobarde que, luego de muerto, logra quedar en la memoria de quienes le sobrevivieron como un valiente; un viajero errante que nos relata la cara oscura de la inmortalidad... Sucesos fascinantes que, ejecutados con pericia narrativa y rotundo estilo, se alzan como obras maestras del género.






Si bien en sus siguientes tres libros de relatos (El informe de Brodie, de 1970; El libro de arena, de 1975; y La memoria de Shakespeare, de 1983) Borges no logra rozar las cimas de los dos anteriores (para ese entonces su vista se había deteriorado y debía dictar sus textos), sí produjo en ellos varias ficciones de valía: los encuentros de Borges con un Borges más joven, en “El otro” y “Agosto 25, 1983”; un libro escrito en un idioma extraño que resulta infinito, pues los intentos de llegar al principio o al final se estrellan con páginas y más páginas, en “El libro de arena”; la condena de un hombre al que le obsequian la memoria del autor de Macbeth, que rápidamente va mellando su propio ser y eclipsando sus recuerdos, en “La memoria de Shakespeare”; un antiguo disco que se reproduce eternamente, en “El disco”. Los objetos o dones mágicos que terminan siendo una losa para sus dueños son un tema frecuente en nuestro autor; parecería que en esa recurrencia va implícita la fantasiosa advertencia de que los absolutos no son para los humanos y que cualquier intento de acercamiento terminará por ser castigado, pese a lo cual la tentación de acceder a ellos será siempre muy fuerte.






Antes de concluir estas notas debo confesar que los cuentos “realistas” de Borges nunca me han parecido ni la mitad de poderosos que sus relatos fantásticos. El que él llama su único cuento de amor, por ejemplo (“Ulrica”), me deja bastante frío por su simpleza: el protagonista se enamora de una mujer a la que apenas conoce y esa misma noche la posee, o posee “su imagen”. En “La espera”, hay un hombre que se esconde en una pensión. No sabemos quién lo persigue. Al final, tal como estaba previsto, lo ultiman. Nada imprevisto, emocionante o revelador ocurre. Esos cuentos de Borges sin objetos mágicos, sin laberintos, sin transgresiones al tiempo cronológico, sin civilizaciones insólitas, me quedan a deber algo. Me dejan insatisfecho también esos relatos suyos ya aludidos que hacen depender su interpretación de referencias externas y pierden, por ello, autosuficiencia. En otros cuentos ocurre también que el narrador se entusiasma tanto con el objeto mágico presentado que se olvida del desarrollo de su historia, como si la sola descripción bastara.






No aspiro a ser original si digo, con estos Cuentos completos en mente, que estamos ante uno de los cuentistas mayores que ha parido el español, apenas por debajo de Cortázar o acaso junto a él. Para muestra, este botón:






“... vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos había visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

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