domingo, 6 de marzo de 2011

Los perseguidos por la gente buena

Difícil, asimilar que el horror que recrea esta pieza de teatro ocurrió en la realidad. Así fue. El escenario: la comunidad de Salem, Massachussets, en Estados Unidos. El año: 1692. Salem era entonces una pequeña localidad rural aquejada de fanatismo religioso y puritanismo exacerbado. La tragedia se precipitó luego de que se sorprendiera a dos niñas, una hija y otra sobrina del reverendo Parris, bailando en plena noche en el bosque al lado de una nana negra. Para salvarse del castigo por sus actos, las niñas se dijeron poseídas por brujas y señalaron a distintos miembros de la comunidad como responsables. Las acusaciones eran graves, pues la brujería se consideraba un delito. A partir de entonces, las delaciones se multiplicaron. Muchas de ellas eran producto de la paranoia, mientras que otras tantas respondían a intereses mezquinos, como quedarse con las tierras de los acusados. El saldo de este abominable episodio fue de entre 150 y 200 personas encarceladas, en su mayor parte mujeres, de las cuales a 25 las ahorcaron, ya que no transigieron en declararse culpables para salvar sus vidas. Cinco años después de estos hechos, los jueces involucrados y las niñas acusadoras pidieron perdón a las familias de las víctimas, para las que se aprobaron compensaciones en 1711.

Un episodio personal inspiró a Arthur Miller a escribir sobre estos hechos. Como se sabe, entre 1950 y 1956, en plena guerra fría, el senador Joseph McCarthy propició una cadena de denuncias, delaciones, procesos fuera de la ley y listas negras, llamada por sus opositores “cacería de brujas”, que buscaba procesar a posibles comunistas. Miller fue uno de los acusados. Por negarse a delatar a sus amigos comunistas se le retiró el pasaporte y en 1957 se le halló culpable de desacato al congreso por su silencio. Un año después, sin embargo, la sentencia fue anulada por un tribunal, de modo que Miller no tuvo que pisar la prisión. En Las brujas de Salem (1953), una de sus piezas dramáticas mejores, el autor se ocupa de los hechos ocurridos en Salem en 1692 y revela sus pararelismos con la persecución desatada por McCarthy dos siglos y medio después. 

Como indica el autor en su nota sobre el rigor histórico de la obra, incluida en la edición de Tusquets, las necesidades dramáticas de la pieza le exigieron que diversos personajes se fusionaran en uno solo y cambiar detalles como la edad y los motivos de Abigail, la principal acusadora. Fuera de ello, los personajes encaran el mismo destino que sus modelos históricos. En cuanto al carácter de los seres ficticios, Miller se basó para construirlo en actas, cartas y pliegos, aunque es poco lo que de estos documentos se infiere, de modo que la inventiva jugó un papel importante en este punto.

El drama inicia con una escena en un pequeño dormitorio en casa del reverendo Parris. Es la  mañana posterior a la noche en que se descubrió a Betty y Abigail, hija y sobrina del reverendo, bailando en el bosque junto a otras muchachas y a Tituba, la nana negra. Betty ha caído enferma. Preocupado, Parris interroga a Abigail respecto de sus actividades de la jornada anterior. La joven aduce que se trató solo de un juego. El reverendo exige sinceridad a su sobrina y alude a un hecho que en primera instancia parece no tener mayor peso, pero que después se revelará como crucial: Abigail trabajaba como criada en casa de los Proctor y fue despedida por la señora. Según la joven responde a su tío, no hay ninguna otra razón para el despido que la locura de la mujer.

Por la habitación de Betty desfilan personajes diversos que hacen gala de distintos caracteres: los hay supersticiosos y obsesionados con la muerte, los hay ingenuos, los hay siniestros y oportunistas, los hay sensatos, aunque estos últimos son minoría. Ademas de presentar a los seres ficticios a través de sus parlamentos, Miller intercala apuntes históricos sobre sus vidas. Entre los sensatos está John Proctor, un granjero de unos treinta años, buen marido y buen padre, que no cree en cosas de brujas. Cuando Proctor y Abigail tiene un momento a solas, conocemos el único desliz del hombre: por el tiempo en que Abigail trabajó en su casa, Proctor se dejó seducir por ella. Después, arrepentido, se lo contó todo a su mujer, que lo perdonó luego de despedir a la joven.

En un diálogo pletórico de tensión, Abigail pide a su examante que vuelve con ella, a lo que Proctor se niega. Esta negativa será el desencadenante del grotesco circo montado por la chica, cuyo fin es condenar a muerte a Elizabeth Proctor, sin importar si para ello debe destinar a la horca a muchos otros inocentes. Aunque esta motivación fue inventada por el autor, para los fines de la obra resulta mucho más persuasiva que la real: librar un castigo. El centro de interés de la pieza es el enigma de si Proctor podrá salvar o no a su esposa del triste destino al que la ha conducido una mujer despechada. El hombre parece muy decidido, pero los obstáculos no serán fáciles de sortear, sobre todo por la capacidad de Abigail de manipular con enorme eficacia a quienes la rodean.

Uno de los temas centrales de Las brujas de Salem es, claro está, el efecto devastador que tienen la ignorancia, la superstición y la intransigencia religiosa (o ideológica) en una sociedad. Pero también hay otros tres temas que cobran gran relevancia. Por un lado, el mal. No solo es rabia la de Abigail, sino un talento siniestro para convencer y llevar a la destrucción a inocentes sin ningún escrúpulo, como si todo fuera parte de un juego. El otro tema es el de la corrupción de la autoridad: incluso cuando se percata de que las acusaciones de las jóvenes son falaces, el vicegobernador Danforth es incapaz de dar marcha atrás a los procesos, ya que no quiere quedar como un incompetente ante el pueblo. Un tercer tema es la dignidad, encarnada en Proctor: ¿cuáles son sus límites? ¿Hasta dónde llegar para preservarla? ¿Debe estar por encima de la vida? 

Al igual que en Muerte de un viajante (1949), la otra gran pieza de Miller, en Las brujas de Salem hay un consumado dominio de la intensificación dramática, que va aumentando de forma paulatina hasta poner al que se revela como personaje eje de la historia, John Proctor, en un dilema moral de gran alcance. 

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