La profesora de literatura Gemma Lluch (Valencia, 1958) lleva años dedicada al estudio de la ficción para niños y jóvenes. Con su tesis La literatura infantil i juvenil en català obtuvo en 1997 el Premio Extraordinario de Doctorado que otorga la Universidad de Valencia. Otro de sus trabajos destacados es El lector model en la literatura per a joves, que en 1999 se hizo acreedor al Premio de Ensayo de la Associació d'Escriptors en Llengua Catalana. En Cómo analizamos relatos infantiles y juveniles, Lluch propone un método para examinar estas historias y además aplica el método propuesto tomando como ejemplo la obra de algunos de los más destacados narradores en este rubro, así como varias películas de Walt Disney y la saga cinematográfica La guerra de las galaxias, de George Lucas.
El ensayo está dividido en dos partes. En la primera parte, la teórica, Lluch ofrece un procedimiento de análisis narrativo muy completo, que contempla, además del desmenuzamiento narratológico de los relatos (tiempo, espacio, narrador, personajes), la atención en su contexto como ficciones dirigidas a niños y jóvenes, en los paratextos que los acompañan (colecciones, cubiertas, ilustraciones, entre otros) y en su relación con la literatura de tradición oral.
La segunda parte, la práctica, tiene una estructura menos rigurosa que la primera, ya que no presenta una relación bien jerarquizada entre sus distintos capítulos. Estos parecen más bien artículos sueltos, todos de alguna u otra manera relacionados con la literatura infantil y juvenil, que, en efecto, aplican el método apuntado por la autora en la primera parte. Mientras que uno de los apartados aborda la obra del gran narrador noruego Roald Dahl, otro se ocupa de la literatura decimonónica, uno más revisa la literatura que educa en valores y el resto trata temas como la relación entre la mencionada saga de Lucas y los relatos antiguos, los cambios operados por Disney en los cuentos de hadas que inspiran sus películas, la globalización literaria y la diferencia entre ficciones comerciales y “de calidad”.
Su carácter misceláneo no le quita interés a esa segunda parte. En cada uno de los temas tratados, todos ellos muy sugerentes, demuestra la autora un gran conocimiento. Pese a ello, algunos de sus puntos de vista resultan bastante controversiales. Por ejemplo: si bien Lluch tiene razón en señalar la edulcoración y simplificación de los cuentos clásicos llevada a cabo por Walt Disney en sus cintas, su acusación de que Aladdín promueve el racismo resulta demasiado suspicaz, por no decir paranoica.
Otro ejemplo: la autora mete en un mismo saco llamado “psicoliteratura” (ficciones para jóvenes que promueven códigos de conducta considerados positivos por la sociedad) a autores muy disímiles y no necesariamente interesados en dictar normas de comportamiento. Si respecto de algunos libros de Jordi Sierra i Fabra el mote parece justo, no lo es de ninguna manera respecto de la obra de Christine Nöstlinger. Además, habría que diferenciar la forma de defender tales valores para no caer en una generalización errónea: ¿se hace de forma burda, de modo que su obviedad suscita el rechazo del lector, que se siente manipulado, o esos valores están en un segundo plano y parecen desprenderse de forma natural de la historia que se narra?
La propuesta más discutible de Gemma Lluch es su diferenciación entre literatura de calidad y “paraliteratura” o ficción comercial. De esta última dice la autora que “no engaña a nadie, no es literatura y no pretende competir con la literatura de calidad”, mientras que a la primera la identifica con la institucion literaria, “el prototipo de unos valores históricos o nacionales y de un enriquecimiento estético con potenciales liberadores”. A pesar de que reconoce que los términos “literatura” y “cultura” son polisémicos e imprecisos, así como la necesidad de no hablar de literatura como si se trata de una propuesta única, sus afirmaciones en cuanto a las diferencias entre una y otra son demasiado tajantes. Incluso presenta dos tablas en las que contrapone las características del relato comercial y las del relato literario. El contraste muestra la debilidad de la argumentación: no es verdad que las ficciones comerciales sean necesariamente lineales y tengan un lenguaje simple, repetitivo y plagado de clichés, o que las ficciones literarias hagan uso siempre de la metáfora o estén concebidas como obras maestras o que su escritura suponga una actividad cerebral e intelectual y no afectiva y visceral. Abstracciones como esta no son útiles y solo alimentan los prejuicios. Si bien es cierto que algunas historias inventadas parecen repetir fórmulas exitosas y buscar solo vender cientos de sus ejemplares, también lo es que las fronteras entre la calidad y lo comercial son difusas e inapresables. Lo más útil es juzgar cada obra por sus propios méritos y dinámicas, sin etiquetas demasiado estrechas.
Pese a estos reparos, Cómo analizamos relatos infantiles y juveniles es un ensayo muy estimulante, que invita a la reflexión fundamentada sobre la ficción orientada en niños y jóvenes, y que tiende puentes entre las antiguas historias y la literatura contemporánea, los libros y el cine, la narrativa para grandes y la orientada a chicos. Si una idea queda clara luego de leer el libro es la de que, más allá de las particulares estrategias utilizadas para venderla, la literatura infantil y juvenil puede analizarse con las mismas herramientas que la literatura para adultos, y que merece tanto respeto y atención como esta. En el fondo, no hay entre una y otra insalvables diferencias.
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