viernes, 10 de diciembre de 2010

Largo inventario de atrocidades

A Mario Vargas Llosa el Nobel de Literatura se le asignó con justicia pero con retraso. Oportuno, habérselo otorgado ya aparecidas sus tres primeras novelas, logros mayores de la narrativa hispanoamericana: osadas en la forma, sólidas en su endiablada arquitectura de rompecabezas y críticas de nuestras peores lacras sociales (La ciudad y los perros, 1963; La casa verde, 1966; Conversación en La Catedral, 1969). Pertinente, distinguirlo por su epopeya de Canudos: una reconstrucción histórica de la guerra en Brasil, a finales del siglo XIX y principios del XX, entre el fanatismo religioso y una república emergente, y al mismo tiempo una metáfora de los equívocos que el poder, la corrupción, la búsqueda de la utopía y el desamparo social desatan, al grado de desembocar en conflagraciones sangrientas y absurdas (La guerra del fin del mundo, 1981). El año 2000 fue otra oportunidad perdida: alcanzó un ápice  más con su recreación sobrecogedora de la dictadura de Trujillo en la República Dominicana (La Fiesta del Chivo).

El premio se le otorgó a Vargas Llosa solo en octubre de 2010, poco antes de publicar una de sus novelas menos felices. Imagino que muchos de los nuevos lectores que le atrajo el Nobel leen El sueño del celta desconcertados ante ese narrador reiterativo, más laborioso juntadatos que novelista, que en vez de inquietar, adormece con su largo inventario de atrocidades.

El libro toma como materia prima la vida de Roger Casement (1864-1916), un irlandés que, al parecer, fue el primer europeo en denunciar los abusos que los países colonizadores ejercían sobre sus conquistados tanto en África como en América Latina. A raíz del descubrimiento de este mundo insospechado, donde la iniquidad y la ignominia habían echado pesadas raíces, Casement pasó de ser un leal defensor de la corona británica, nombrado incluso caballero, a ser uno de sus más acérrimos críticos, un revolucionario que corrió enormes riesgos, coronados con su ejecución, para que su país se independizara de Inglaterra.

Como otras novelas de Vargas Llosa y sus memorias, El sueño del celta presenta dos planos narrativos alternados en orden de uno a uno: el primero está ubicado en 1916, año en que Roger cumplía su condena por sedición en una cárcel londinense, esperando la conmutación de su pena o su ejecución; el segundo se remonta a la infancia de Casement, a esos años en que se le despertó el ánimo aventurero que lo llevaría en su juventud a embarcarse a África como diplomático de Inglaterra, y llega hasta sus últimos años, cuando sus labores independentistas darían con él en la cárcel.

Ante una novela dedicada a un personaje como Roger Casement, uno esperaría que la conversión del protagonista ocupara un episodio central, ya que esa toma de conciencia es capital en la vida del irlandés y expresa todo el horror ante los grados de maldad a los que puede llegar el ser humano. Pese a ello, Vargas Llosa dedica a este pasaje un espacio muy pequeño; en vez de desarrollarlo como amerita, prefiere ser extenso que intenso: nos detalla con minucia los indignantes casos de aborígenes congoleses y peruanos que fueron golpeados, humillados o muertos  por los extranjeros que llegaban a sus tierras a explotarlos. Como si la reiteración no fuera ya problema suficiente, existe uno más: Roger nunca es testigo de todos estos casos, sino que los conoce de oídas, por informantes muchas veces anónimos, que apenas ocupan unas líneas de la novela. Como estas infamias no son infligidas a seres ficticios que el lector aprecie, con los que tenga cierta empatía, no hacen mella en él. Incluso terminan consiguiendo lo contrario de lo que se proponen: cansan, hastían a fuerza de repetición. El mismo Vargas Llosa hizo decir a uno de sus personajes en La guerra del fin del mundo: “Es más fácil imaginar la muerte de una persona que la de cien o mil (…). Multiplicado, el sufrimiento se vuelve abstracto. No es fácil conmoverse por cosas abstractas”.

El plano de la cárcel tiene menos que ofrecer que el plano biográfico: apenas unas pocas visitas que recibe Roger y la relación con el sheriff que hace de carcelero. Para que no exista un notorio desbalance entre los planos, Vargas Llosa introduce en el primero, a modo de recuerdos, información sobre la última etapa de la vida de Casement, cuando conspira por liberar a su país. El sistema funciona hasta que llegamos a la última parte del libro, dedicada justo a las luchas independentistas de Roger. Tanto ha revelado el autor de este asunto en los apartados anteriores que el que cierra la obra, más de 100 páginas de un total de 454, pierde razón de ser: antes de llegar a él ya nos enteramos de todo lo importante con relación a la sedición irlandesa encabezada por Roger; dicho apartado no hace sino redundar u ofrecer información de nulo interés para la comprensión de la historia.

La impresión general que queda luego de leer la novela es que la rica materia prima que la inspiró fue mal aprovechada. No vemos al personaje fascinante que sugiere la biografía de Casement. No vemos sus contradicciones, sus claroscuros, sus batallas internas más arduas. Vemos, más bien, a un ser de una sola pieza, digno de admiración pero poco interesante. Incluso el plano del erotismo (los encuentros homosexuales de Roger, vividos y fantaseados) está resuelto con languidez en el libro.

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